En Rincón del Colorado, una zona rural del departamento de Canelones, vive un personaje multifacético. Autor de su propio libro autobiográfico, supo aparecer en programas televisivos como Enfoque Regional de origen también canario y De la Tierra al Plato junto a Hugo Soca. También en las páginas de este mismo diario hace ya algunos años en un artículo de Mateo Forciniti; en las páginas del diario El Observador como productor rural y en periódico de la Associazione Liguri nel Mondo por su actividad como inmigrante. Además, ha sido un gran referente en la Escuela rural N.º 168 de su zona desde que se instaló en estas tierras. Diríamos que tiene un alto perfil público, quizá no reconocido como debiera, desde lo más profundo, desde el interior, desde la sabiduría, desde la entrega de su persona a la tierra que le abrió sus puertas y de la que se siente plenamente parte. Muy modestamente Cándido Garrone no cree ser famoso, pero creo que es un personaje digno de conocer. Porque en una sociedad post-moderna, globalizada, virtualizada, con herramientas tecnológicas cuyos usos no siempre han ido de la mano con el progreso, el mismo Cándido cree fervientemente que se debe profundizar en el conocimiento que traen nuestros antepasados, una herencia que no se puede perder, porque es la raíz de todo. Con adaptaciones y mejoras sí, pero sin perder los valores.
Otrora, en tierras pobres, infértiles, difíciles de trabajar, la miseria supo unir a las familias, a las personas, para salir adelante. Habla la voz de una experiencia que podemos no envidiar, porque nadie quiere pasar dificultades, pero la cosecha está delante de nuestros ojos, ya que como dice el poema de Francisco Luis Bernárdez, “…después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado” Vivió la miseria, vivió el hambre, pero sobrevivió con entereza. Y hoy disfruta de lo que tiene a su alrededor. Interpone su pensamiento ante todo, recalca con firmeza la importancia de mantener ciertas costumbres, porque hay ejemplos en nuestro territorio, de colonias extranjeras que brillan por su unidad y destacan por su trabajo. La familia, un pilar. De vuelta tras 20 años a su tierra natal, supo que todo había cambiado. La falta de tiempo que acusan las personas, las aleja de sus lazos sanguíneos. Es verdad que no sólo la sangre une, pero tira de algún lado. Y él se niega a tomar esto como natural.
La historia de vida de Cándido comienza en la provincia de Savona, un 27 de setiembre de 1938, fruto del amor entre Bartolomeo Garrone y Josefina Baruzzo. En la montaña, no había luz eléctrica ni agua corriente, no había ningún tipo de comodidad. Pero había un poco de olivos y algunos frutales, cuya cosecha servía para pagar a cuenta las compras del almacén. Como todo niño hizo la escuela. Y de la escuela, al trabajo, en una granja. El servicio militar era el destino marcado, y para él significaba sacrificar parte de sus horas de juventud. No estaba dispuesto, y además sabía que había algo más afuera de esas tierras, que sólo prometían miseria. En busca de nuevos horizontes, pensó en emigrar hacia los Estados Unidos, pero hizo escala definitiva en Uruguay. “Cosas de la vida”, se enamoró de un nuevo paisaje, donde el sol salía temprano y parecía que la tierra se prendía fuego y se ocultaba a última hora regalando una acuarela de colores sobre la penillanura.
En tierras que pertenecieron al ex militar y presidente uruguayo Máximo Santos, antes conocidas como “Rincón de Santos”, se comenzaron a realizar fraccionamientos, pequeñas chacras que prontamente se llenaron de italianos que las trabajabaron; como peones, luego a través de la medianería y algunos como él, lograron tener su propio pedacito para producir y vivir de ello. Antes, en la montaña, había que escarbar, trepar, cargar, subir; acá conoció la abundancia: las opciones eran muchas, una perdiz que cazar, un arroyo donde pescar, maiz que crecía al costado de la carretera, la vid, los frutales, la producción lechera y sus derivados, entre tantas opciones que jamás hubiera imaginado; pero que supo aprovechar a la perfección. Una vez que aseguró su bienestar, mandó a buscar a su familia a Italia; y también empezó a formar la propia. Todo a base de sacrificio, porque vivir de la tierra no era un negocio seguro, tenía algunos enemigos, como el clima que más de una vez lo dejó sin nada que cosechar, y teniendo niños que alimentar y vestir. No se achicaba ante nada, todo lo que podía construir con sus manos, lo hacía, hasta un pozo de 14 metros que necesitaba y no podía pagarlo. De las casa de piedra a los ranchos de terrón y paja que había en estos campos, soñaba siempre con la casa propia. Gracias a un préstamo del Banco Hipotecario lo logró. Atacado por “la tablita”, no había llegado ni a poner el techo cuando entre reajustes debía más de un millón de pesos y ya ni dormía. Pero siguió en la lucha.
Tenía otro sueño que se desvaneció con el tiempo, el de la empresa familiar. Si bien no tiene nada que reprocharle a ninguno de sus 6 hijos, hoy apenas uno sólo continúa trabajando la tierra. Un sentimiento común de muchos padres que sienten que no pudieron transmitir esos valores del sacrificio a descendientes. Discutible, es cierto, pero no deja de ser un sentimiento amargo. Ha visto desaparecer las granjas, en pos de una producción sintética que alimenta, cuando no envenena, a la población. Se inventan cosas, proyectos, experimentos, pero todo queda en nada, y el campo desaparece poco a poco. Reconoce con mucho pesar que nunca se hubiera imaginado que el principal rubro en crecimiento en Uruguay, tierra con tanta riqueza, fuera la madera. El impacto que esto ha tenido en los cultivos, es poca veces difundido. La proliferación de “bichos” entre lagartos y zorros, que provocan daños en los cultivos, es producto del desequilibrio que ocasiona la plantación intensiva de árboles y la falta de jardines y chacras sostenibles. La sociedades de fomento que trabajan en conjunto para proteger el patrimonio material e inmaterial de cada rincón del interior, hoy han desaparecido por falta de voluntarios. La actividad social en ellas es mínima, y eso conlleva varios problemas como la des-articulación de los productores, la des-protección de la tierra y la pérdida de identidad común. Se pregunta si los humanos somos verdaderamente tan humanos cuando permitimos que los productos de calidad que somos capaces de producir se vayan al extranjero mientras nosotros comemos lo que otros países no aceptan por no cumplir los estándares mínimos, o incluso cuando no hacemos nada frente a los productos transgénicos, de laboratorio, cuya composición es desconocida. “¿Carne sintética?” No lo puede aceptar. “El consumismo se come todo, los negocios son negocios.” “El hombre construye y se autodestruye” Nada que agregar a su reflexión.
Los años no pasan para Cándido. Tiene 82, y se lo ve como de 60. Imparable. Como cuando llegó a Uruguay. Lo vivido como lo cuenta hoy, fue todo un aprendizaje. Tal es así, que era invitado a transmitir su experiencia a los niños de la escuela de Rincón del Colorado. En esa escuela en la que también aprendió mucho, cosas tan interesantes como bailar el Pericón. Una anécdota que vale la pena recordar, puesto que ver a un italiano reproducir una relación propia y tan original, es inédito. “Alto la música” se oyó con un tono tano criollo, “de Italia me he embarcao, y aquí llegúe un poco mareao, pero enseguida me gustó esa moza de Rincón del Colorado” Esa moza, es hoy su esposa Nancy. Una muchacha de la zona, que conoció más de cerca en la misma escuela, donde ensayaban danzas folclóricas y hasta el teatro de Florencio Sánchez. Época en la que también en la Sociedad Fomento solían tener un cine para toda la familia, donde se proyectaban películas de Cantinflas, Sandrini, y se llenaba con las de Cowboy, mientras Cándido se encargaba de la boletería y llegó a vender 300 entradas en un día. Era un centro de reunión, de conexión con los vecinos. Hasta que llegó el televisor. Ente una generación y otra, manifiesta, “no hay diferencias, hay un abismo”.
Hoy, rodeado de naturaleza y calma, aún mantiene intacto el recuerdo de la montaña en épocas de guerra. El fuego que lanzaban los aviones y hacía arder las laderas de la montaña sobre su casa, la sensación de un niño con miedo cuando entraban los soldados envueltos en ametralladoras dispuestos a revisar toda la casa, y a veces ni estaban sus padres, el peso de una granada sin explotar en sus manos, las balas que encontraba cuando paseaba por el campo, el ruido y el humo. Pero también recuerda con alegría su época escolar, la salita pequeña y el cariño y dedicación de su maestra. Esa maestra que les presentó en un mapa, el continente americano, que al sur, tenía dos gigantes como Brasil y Argentina, y en el medio de éstos un puntito apretado, “un paese molto bello, produttivo; lo chiamano La Svizzera d’America”, que nunca imaginó sería su destino. Pero fue la primer señal. Ya de niño sentía amor por la madre natura, adoraba los paseos escolares donde conectaba con la tierra, los animales, las plantas, aprendía mucho. Y siguió aprendiendo en la escuelita en Uruguay, gracias a la dedicación de la maestra y a sus técnicas didácticas. Otra pérdida que encuentra al pasar: el amor a la profesión de cada uno, un elemento esencial para todos los quehaceres de la vida. Él hubiera estudiado para ser profesor de Geografía, por su amor por esta ciencia, pero no tuvo esas posibilidades. Sin embargo, lejos de cualquier tipo de frustración aprovechó lo que le dio la vida e hizo todo lo que estaba a su alcance para que sus hijos estudiaran lo que les gustaba. Fue capaz de negociar la cuota de los estudios en épocas de crisis, financiando sus adeudos con pagos en especie como leña, papas y boniatos, el producto de su cosecha que no podía vender en el mercado. Esto es resiliencia.
La llegada a Uruguay de Cándido fue gracias al apoyo económico del CIME (Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas) Con 17 años y a cargo de unos desconocidos porque era menor de edad, atravesó el Atlántico, partiendo de Génova, pasando por Nápoles, Marsella, Dakar, Río de Janeiro, Santos y Montevideo. La costa inmensamente verde del sur, lo atrapó de punta a punta. Todo se veía distinto. Trajo consigo muchos recuerdos en el corazón, de su infancia, de sus momentos más difíciles cuando se enfermaba y no había para doctores o medicamentos, pero recibía el cariño de vecinos y la ayuda de estos. Dice ser rencoroso, pero de hecho también es muy agradecido. No olvida lo que pasó y lo que vivió, a quienes lo ayudaron y lo formaron. Sabe que es afortunado, porque no tiene enfermedades como la ambición y la envidia, pasó hambre y hoy puede alimentarse de lo que planta con sus manos, sabe lo que come, y aunque mucho no cocina, come sano y rico. Y es afortunado también por todo lo que sabe, por el conocimiento acumulado de tantos años de trabajo en la tierra. Da cátedra en materia de aceitunas, los nombres, los sabores, las formas, los subproductos, discute con los técnicos del INIA y aprende de los avances de la ciencia a la vez que les transmite su experiencia; prepara aceitunas con métodos griegos de curación, paté de aceitunas, tallarines de aceitunas y todo aquello que se le pueda ocurrir cuando la producción es abundante. Lo hace con el apoyo técnico de uno de sus hijos que vive con él actualmente y que se desempeña en el rubro gastronómico.
Hizo realidad su sueño de escribir un libro, un sueño que tuvo la noche del día de su cumpleaños número 59. Era en italiano y se llamaba “La Lunga strada della vita”. Finalmente lo escribió en español, lo editó en el año 2002 y lo reeditó en 2019 con nuevas líneas actualizando lo transcurrido en los últimos años. En sus páginas se puede conocer con lujo de detalles cada paso transitado, de los que aquí sólo he enumerado algunos, puesto que me encontré con un hombre cuya capacidad reflexiva y enseñanza captó toda mi atención. Y mi deseo es que ustedes lectores sepan captar esa esencia. Por lo demás, como les dije en un principio, busquen a Cándido, está a un solo click.