ARGENTINA (Infobae/Alberto Amato) - Hay que ver cuánto dura este estado de beatitud, pero mientras, marchan codo a codo miles de personas que piensan diferente, sienten diferente, vienen del sur empobrecido o del norte copetudo y el año que viene votarán todos candidatos diferentes pero ahora cantan unidos por la Selección.
Es una marea que sólo sube, no baja. Desde la consagración argentina en el Mundial de Qatar hasta el momento de escribir estas líneas, casi las ocho de la noche, miles y miles de personas, alguien dará las cifras luego, desbordan la Avenida 9 de Julio todos de cara a un faro ya inalcanzable: el Obelisco, ese monigote de cemento que terminó por convertirse en un símbolo.
No hay recuerdo de otra manifestación tan grande en una ciudad y un país que, de manifestaciones, entiende un rato. Ni el sepelio del general Juan Perón en 1974, ni la recuperación de las Malvinas el 2 de abril de 1982, ni el cierre de la campaña del entonces candidato de la UCR Raúl Alfonsín en octubre de 1983, ni el cierre de campaña de su entonces rival por el PJ, Ítalo Luder, ni el luminoso día en que el país retornó a la democracia, el 10 de diciembre de 1983, ni las puebladas vociferantes que fueron el sello de la tremenda crisis económica de diciembre de 2001...
Nada hizo salir tanta gente a la calle como la conquista de la Copa del Mundo de Fútbol en Qatar 2022.
La de estas horas, si no se desmadra cuando caiga la noche casi de verano, es una gigantesca manifestación bien extraña. Sin ánimo de hacer sociología de potrero, la calle es un espejo de la democracia, o de lo que debería ser la democracia. El fútbol anuló la grieta. Hay que ver cuánto dura este estado de beatitud, pero mientras, marchan codo a codo miles de personas que piensan diferente, sienten diferente, casi se diría que hablan diferente; vienen del sur empobrecido o del norte copetudo, el año que viene votarán todos candidatos diferentes, pero ahora marchan con banderas, camisetas de la selección, cornetas, vuvuzelas o como se llamen esos instrumentos infernales que hacen revolver al buen Bach en su tumba; algunos dan sus primeros pasos, vigilados por sus padres, otros vacilan al andar por el peso de los años, vigilados por sus nietos; todos ríen, todos cantan, esto es un milagro, todos te saludan; muchos arrojan al aire el contenido de un recipiente que se hace carnaval en el aire, lanza diminutos copos de espuma, de falsa nieve, que se pega al pelo, al sudor, a las manos, al alma, mil pesos dos aerosoles..
¿Qué país es este? ¿De dónde salió? ¿Quién lo parió?
Miles de personas y ni un empujón, ni una discusión, ni una prepeada; las calles están cortadas, pero los autos cruzan la avenida, muy despacio, ta-ta-tááá-tá-táááá con sus bocinas, y los de la calle les ceden el paso con, tal vez, un comentario entre admirado e irónico por el porte del vehículo: "Alta gama lo tuyo, papá...", pero nada más: miles de personas en la calle, una enorme alfombra de argentinos felices, alegres, generosos que pueden, como intentaba Discépolo, festejar sin presentir.
¿De dónde salimos? ¿Qué nos pasó? ¿Adónde vamos?
Hay gente encopetada, es verdad, empezó a festejar temprano y metabolizó el alcohol tarde, farfullan, saludan a los árboles, dicen Fessi por Messi, pero no hay riñas, no hay violencia, no hay encono. Los que cantan, riman con fervor esos versos que en una ráfaga se hicieron himno: "Muchaaaachos, ahora nos volvimo'a ilusionar..." y al que ya hay que cambiarle ya la letra porque expresa un anhelo, "quiero ser campeón mundial", que ya es realidad.
Son incontables las camisetas de la selección con el número 10 en la espalda y el apellido de gladiador grabado en lo alto: "MESSI". Hasta donde da la vista, de cada diez entusiastas, seis o siete tiene a Messi en las espaldas. Esas camisetas de la selección se las calzan señores excedidos en años y en kilos, que hace siglos no pisan el césped de una cancha y chicos ágiles de anchos hombros y cintura estrecha que te descuidás y te la clavan en un ángulo. Y mujeres. Como nunca antes en la historia es impresionante la cantidad de mujeres que desfilan, en familia, en grupos, solas, en pareja, hacia el monigote de cemento.
En el trayecto, desde Constitución hasta la Plaza de la República, unos desvencijados cacharros convertidos en parrillas de emergencia venden choripanes y hamburguesas que andá a hincarles el diente si sos bizarro y valeroso, cervezas frías y gaseosas; pero hay unos puestos que no son tales, sino simples trapos estirados sobre el asfalto que albergan dos productos envidiables: remeras con los colores azul y blanco, un rasgo de amarillo soleado, y remeras blancas como la nieve y la espuma de los aerosoles. Eso no es nada raro. Lo pintoresco es la leyenda que exhiben ambas. Dicen, en caracteres de color negro: "Qué mirá, bobo. Andá pallá".
Así está la calle: feliz. Pero feliz, como nunca antes se vio. Este fervor, este entusiasmo asombrado, esta extraña comunión tampoco coronó los torneos mundiales ganados por Argentina en 1978 y en 1986. Hubo Obelisco, rondas y jarana. Pero esto es nuevo en calidad y cantidad.
¿Quién hizo el milagro de amalgamar clases sociales, sentimientos, pesadumbres y congojas, esperanzas y desánimos, luces y sombras, lágrimas y sonrisas? Un equipo de fútbol seleccionado, que obtuvo el trofeo mayor con el que lo corona el mundo. Gloria a los héroes de Qatar, que lo merecen.
Pero no puede ser sólo la Selección, únicamente ella pobrecita, que bastante tenía con los endiablados franceses, la responsable de este milagro de convivencia que perdura aún al caer la noche.
Tiene que haber algo más. A lo mejor el tiempo ayude a desentrañar el misterio.