por ESTEBAN VALENTI
Los aniversarios redondos deberían reforzar la necesidad de recordar, de reconstruir y sobre todo de analizar en profundidad las causas y las condiciones por las cuales se produjeron ciertos acontecimientos.
Lunes 11 de setiembre se cumplen 50 años, medio siglo desde el sangriento golpe de estado de Augusto Pinochet contra el gobierno electo democráticamente de Salvador Allende en Chile.
No debe, no puede ser solo un recuerdo emotivo, ritual, porque estamos hablando de un proceso que le cambió la vida, incluso hasta ahora, al pueblo chileno y la situación del conjunto de América Latina e impactó con mucha fuerza en todas las fuerzas políticas democráticas en el mundo.
El golpe en Chile fue parte de un proceso que se inició con el golpe de estado en Uruguay el 27 de junio del 1973 y que continuó en la Argentina el 24 de marzo de 1976 con la directa participación del gobierno de los Estados Unidos y sus agencias de inteligencia y sus embajadas.
En un continente que tenía una larga trayectoria de golpes de estado, fueron los más sangrientos, los más violentos y los que se propusieron cambios más radicales que todos los anteriores. El número de muertos, desaparecidos, presos, torturados, exiliados son una evidencia indiscutible.
¿Esa condición de violencia extrema es una casualidad? No, corresponde a los objetivos que se proponían los autores directos y sus patrocinadores en el exterior: destruir para siempre a las organizaciones y a la cultura política y las organizaciones sociales progresistas y sobre todo de izquierda, a costa de cualquier precio. Ese era su plan maestro y lo llevaron hasta las últimas consecuencias.
Para ello tuvieron que transformar sus Fuerzas Armadas en ejércitos de exterminio contra sus compatriotas, borrar todo vestigio de humanidad y de respeto por la vida y los derechos humanos y su propia condición de soldados, para llevarlos a los máximos niveles de barbarie. No fue solo un aspecto de deshumanización, sino que tuvo desde antes y a partir del golpe un claro sentido político antinacional. Fueron básicamente golpes fascistas.
El principal enemigo de esos ejércitos de ocupación, era la democracia, había que barrerla, destruir sus instituciones y sobre todo su espíritu y su sentido en las respectivas sociedades, atacadas por ese virus sangriento de las dictaduras.
Había además un plan económico y social bien claro que se complementaba perfectamente con los objetivos políticos, la liberalización feroz de la economía, un viraje profundo y permanente hacia la derecha económica, en la gestión del Estado y del conjunto de la macro economía. Por ello era tan importante destruir también las organizaciones sindicales.
Se proponían alinear esos países, junto a otros en América Latina que ya estaban uniformizados, con los Estados Unidos en los organismos internacionales y en todos los escenarios de la llamada Guerra Fría.
El golpe de estado en Chile se produjo como la respuesta a las importantes reformas que el gobierno de Allende estaba aplicando y que a pesar del boicot de sectores empresariales, de las empresas de transporte, de los bancos y en general de los sectores oligárquicos, estaba consolidando y ampliando el apoyo político al gobierno de la Unidad Popular. Salvador Allende fue elegido en noviembre de 1970 con el 36.37% de los votos y el candidato de la derecha logró el 34.40% de los votos, en marzo de 1973 la Unión Popular alcanzó el 43.3% de los votos, con un crecimiento espectacular. El Partido Comunista, por su parte, obtuvo su más alta votación histórica (16 por ciento, solo comparable a la obtenida en 1947, poco antes de ser proscrito).
Esta evolución electoral muestra de manera indiscutible el impacto en la población de los cambios y avances introducidos por el gobierno de Allende a pesar de todas las conspiraciones de la derecha y la mayoría del empresariado.
Este aspecto de apoyo ascendente del respaldo ciudadano a la izquierda no siempre se considera en los balances del proceso chileno, muchas veces dominado por las consideraciones sobre las acciones de sectores de la izquierda radicalizados y que comenzaban a volcarse hacia acciones armadas, en particular en el Partido Socialista y el MIR.
Ese fue un pretexto más, como en Uruguay lo fueron las acciones del MLN, ya en fase de extinción política y militar, la razón de fondo fue el crecimiento electoral y político de la izquierda y el centro izquierda, que no podía ser admitida por las derechas locales y por los Estados Unidos.
Los regímenes dictatoriales asesinaron, desaparecieron y violaron todos los derechos humanos como un despiadado instrumento de destruir a la izquierda y a las fuerzas populares, si fuera posible para siempre. Y aplicaron todas sus fuerzas. Y fracasaron, fueron derrotados.
La sucesiva caída de las dictaduras en América Latina, los avances indiscutibles de fuerzas progresistas en las elecciones de muchos países de la región son un nuevo tiempo, lleno de tensiones y complejidades, porque también nosotros deberíamos aprender que las conquistas eternas e ininterrumpidas son una ilusión y un error, el avance se conquista de forma permanente y las derrotas también forman parte de nuestras perspectivas.
A 50 años del golpe de estado, la cantidad de gobiernos progresistas, con diferentes niveles y perfiles en muchos países de América Latina, Brasil, Argentina, Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Guatemala, Panamá, R. Dominicana, México dan una idea de esta nueva época muy lejos de ser procesos lineales. Como también las profundas contradicciones que se han producido en Venezuela y Nicaragua, que perdieron toda referencia con su origen revolucionario y el lento desgaste y paralización de la situación en Cuba, nos ofrecen la oportunidad y la necesidad de estudiar a fondo las bases de esos grandes cambios, muchas veces contradictorios.
Lo cierto es que la democracia fue bien elegida por los dictadores como su principal obstáculo y enemiga y, los pueblos y las fuerzas progresistas hemos revalorizado en nuestra práctica, en nuestra cultura, en nuestros programas y en nuestras ideologías el extraordinario papel de la democracia.